La rebelión de los aparatos del Estado (y los bajos fondos del PSOE)
Es inevitable que los jueces, policías y funcionarios públicos tengan ideas políticas. El problema surge cuando esas ideas quiebran la neutralidad con la que deben actuar

Resulta muy tentador dejarse llevar por la astracanada en que parece haberse convertido la política española en estos últimos días y concluir que hemos entrado en un proceso de degradación irreversible. Es lo que las derechas pretenden, que cunda la impresión de que esto solo se arregla mediante elecciones anticipadas.
La situación recuerda en algunos sentidos a la última legislatura de Felipe González, la de 1993-96, cuando cada semana había un sobresalto, los escándalos de corrupción se acumulaban, los dosieres circulaban sin freno, se chantajeó a quien se pudo y todo ello mientras los medios conservadores calentaban el ambiente a temperaturas asfixiantes.
No voy a negar que haya algunos parecidos llamativos entre ambas épocas. Sin embargo, creo que insistir demasiado en el paralelismo nos hace perder de vista el fondo del asunto, que es preocupante y merece un debate. En última instancia, lo que está sucediendo ahora es fruto de un conflicto entre el Estado y los órganos representativos. Eso no ocurrió, o al menos no con la misma intensidad, en la etapa final de González.
Por debajo de Leires, Koldos, Aldamas y demás fauna, lo que se ventila es algo bastante más serio. En una democracia, el sistema funciona mediante un reparto de trabajo entre las instituciones representativas (gobiernos y parlamentos), que toman decisiones según criterios políticos, y la istración del Estado (jueces, fuerzas de seguridad, funcionarios) que actúan de acuerdo con criterios funcionales y de eficacia. La lógica del poder es distinta en cada caso. Las instituciones políticas o representativas tienen legitimidad popular. Se deben a lo que la ciudadanía disponga a través del mecanismo electoral. Por ello mismo, no tienen por qué ser neutrales. El Estado, en cambio, actúa siguiendo criterios de racionalidad, tiene encomendados unos objetivos claros y debe cumplirlos de forma muy estricta. Es independiente del poder político, pero a cambio se le exige neutralidad.
Por descontado, tanto las instituciones políticas como las no políticas están sometidas al control de legalidad, pero este control, en ocasiones, o no es suficiente o se pervierte. Esto puede ocurrir de dos maneras. La primera es de la que más se habla: la colonización política o partidista del Estado. En España, los nombramientos políticos llegan demasiado lejos. Por utilizar una ilustración gráfica, no se entiende por qué el director de Correos o de Paradores es fruto de un nombramiento político. Y resulta escandalosa la forma en la que los partidos juegan al “intercambio de cromos” en el Consejo General del Poder Judicial o en la selección de los del Tribunal Constitucional que corresponde al Parlamento. Todo ello genera un peculiar clientelismo político. No voy a extenderme porque estos problemas se identificaron hace mucho tiempo.
Se habla bastante menos, sin embargo, de que las agencias del Estado se politicen y actúen por consideraciones ideológicas y no funcionales. Este es un tema incómodo, pues las prácticas viciadas no son tan visibles como en el caso de los partidos políticos que invaden las entrañas del Estado. Sin embargo, se trata de un problema tan grave como el anterior. Si los jueces dejan de aplicar imparcialmente la ley, si los policías investigan selectivamente, si los funcionarios se resisten a cumplir lo que deciden los gobiernos, el equilibrio entre política y Estado se rompe.
Algo de esto viene sucediendo en España desde hace algunos años. Hay sospechas fundadas de que en el seno del Estado algunos cuerpos especiales están cada vez más ideologizados y son menos neutrales. No se trata de buscar servidores públicos sin ideas políticas. Es inevitable que todo el mundo las tenga. El problema es si el servicio a dichas ideas quiebra el principio de neutralidad con el que deben operar los servidores del Estado.
En los últimos tiempos hemos visto en la justicia y en las fuerzas de seguridad casos de funcionarios que parecían actuar movidos por su afán de derribar al Gobierno de izquierdas y preservar de este modo su concepción excluyente de España. No es cuestión de hacer un repaso exhaustivo. Un ejemplo suficientemente elocuente es el de las reacciones a la Ley de amnistía aprobada por las Cortes. Fue alarmante que los jueces, vestidos con sus togas, se manifestaran a las puertas de los juzgados en protesta por una decisión del legislativo. Por mucho que les repugne la amnistía, no pueden manifestarse en contra en su condición de jueces (por supuesto, cuando se quitan la toga pueden pensar lo que les dé la gana).
De la misma manera, es muy preocupante la rebeldía institucional del Tribunal Supremo, que, acogiéndose a una interpretación creativa, original y peculiar de lo que significa “enriquecimiento”, se resiste a aplicar la Ley a unas personas concretas, entre las que destaca Carles Puigdemont. Al actuar de esta manera, el Supremo rompe toda apariencia de imparcialidad. A esto debe sumarse la figura del juez “francotirador” que, en los últimos años de su carrera, se lía la manta a la cabeza y obra, ya sin disimulo alguno, al margen de cualquier neutralidad a fin de lograr sus objetivos políticos (García-Castellón, ya jubilado, Peinado y Hurtado, a punto de jubilarse, etc.). Aunque obtengan el apoyo de muchos de sus colegas y de los medios rabiosamente antisanchistas, arruinan la reputación de la Justicia.
Con las fuerzas de seguridad está pasando algo similar. Se han constituido grupos “patrióticos” que abusan de su poder. Si bien ha habido siempre en España tramas policiales con oscuros intereses políticos, todo parece indicar que el asunto se descontroló con la llamada policía patriótica en la etapa de Mariano Rajoy. Saltándose los principios más elementales del Estado de derecho, consiguieron interferir en el proceso democrático mediante campañas de juego sucio contra políticos independentistas y de Podemos. No se olvide que en fecha tan tardía como 2022 saltó el escándalo Pegasus del espionaje a políticos, que provocó la destitución de la directora del CNI. Hay indicios de que dichas tramas han continuado y ahora suponen una amenaza para el propio Gobierno.
El PSOE, como socio mayoritario del Gobierno de coalición y responsable de los asuntos de interior, no ha querido hacerse cargo de la situación durante todo este tiempo. Aun siendo tarea complicada, correspondía al Ministerio del Interior haber acabado con cualquier deriva política del personal perteneciente a las fuerzas de seguridad. Con un sentido —a mi juicio erróneo— de lo que significa respetar el Estado, ha preferido mirar para otro lado. Y, en lugar de reestructurar el servicio y someter a los funcionarios policiales al Estado de derecho, da la impresión de que el PSOE ha optado por hacer una incursión en las cloacas a ver qué averiguaba y ha salido salpicado por la grabación de la tal Leire Díaz.
El escándalo provocado por la grabación de las conversaciones en las que intervenía Leire Díaz han servido para mostrar cómo operan los “bajos fondos” del PSOE, desprestigiando al partido y al Gobierno, aunque, por pura carambola, ha servido al menos para que se empiece a hablar del problema de fondo. El PSOE se está jugando su autoridad y credibilidad cuando más las necesita para poder abordar con un mínimo de seriedad un asunto tan grave como este, que tendría que haber resuelto hace ya unos cuantos años.
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