Los buenos días
Decirlo no cuesta tanto y, a lo mejor, es el camino más sencillo de empezar a hacer que las cosas sean de otra manera


Tampoco cuesta tanto, y es verdad que resulta agotador irlo diciendo a cada rato, con cada persona con la que te vayas a encontrar. Llamarías demasiado la atención y pensarían que no estás bien aunque, al cabo, quién lo está del todo y quiénes somos nosotros para juzgar a nadie. Lo suyo es pasar sin mirar ni que te miren, que es lo que suele hacerse. Podrías caer y estar tendido un rato sobre el suelo sin que a nadie le pareciera algo fuera de lo normal.
Tendrías que írselo diciendo a los turistas, por ejemplo, que pueblan por miles el centro de las ciudades mientras te quejas, con razón, de lo que otros vecinos se quejan en otros lugares cuando el turista eres tú: de que has puesto imposibles los precios de las casas y de los pisos y de los alquileres de los locales y de que ya casi no quedan vecinos ni tiendas con las que identificabas una capital por los colores de sus escaparates o los olores de sus tahonas.
Tampoco cuesta tanto, por mucho que aquí vaya cada uno a lo suyo, envueltos en burbujas construidas con nuestros dedos y a las que nos entregamos con gusto porque, allí metidos, nos vemos más libres y conectados, de reel en reel. Andamos convertidos en nuestro algoritmo: mirando una pantalla y aislados por auriculares, capaces de cruzar un paso de peatones sin mirar a los coches. Sin mirar a los peatones.
Habitamos una dimensión digital que no es mentira ni real tampoco. Es la nuestra y no la hemos hecho nosotros: nos la van haciendo. Uno puede hablar de la ciudad en la que vive e ignorar, sin embargo, cómo cambia la calle por la que pasa cada mañana. Uno puede vivir sin darse cuenta de su alrededor más inmediato.
Pero la verdad es que tampoco cuesta tanto. Porque, en este mundo en el que tantas veces nos parece que nada puede cambiar, que las cosas son como son, que vale la pena intentar ser feliz con lo que hay y resignarse, a lo mejor con decirlo prende una revolución. A lo mejor, incluso, es el camino más sencillo de empezar a hacer que las cosas sean de otra manera: sólo con dar los buenos días. Y luego ya veremos.
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