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Cuando los capos explotan la pobreza y la juventud: cuatro décadas de niños sicarios en Colombia

La utilización de adolescentes como asesinos a sueldo se remonta a los magnicidios de Rodrigo Lara en 1984 y de Bernardo Jaramillo en 1990. La práctica, que recupera visibilidad tras el atentado contra Miguel Uribe Turbay, nunca desapareció

Niños sicarios en Colombia
Lucas Reynoso

Un adolescente colombiano de 14 años mostró el pasado sábado su capacidad para matar sin ningún miramiento. Disparó varias veces contra el senador y pre candidato presidencial Miguel Uribe Turbay durante un mitin en Bogotá. El cuerpo del político, aún con vida, se llenó de sangre y se desplomó. Minutos después, el atacante fue baleado en una pierna, reducido al suelo y capturado. “Perdón, lo hice por plata, por mi familia”, exclamó. Su voz juvenil y sus promesas desesperadas de contar quién ordenó el atentado causaron conmoción. Pero nada era nuevo. El 22 de marzo de 1990, un adolescente de 15 años acribilló a balazos al candidato presidencial Bernardo Jaramillo. Unos años antes, el 30 de abril de 1984, otro joven de 18 años participó del magnicidio del entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara. La tragedia de los niños sicarios se repite en Colombia, una y otra vez, desde hace décadas.

Mientras Uribe Turbay lucha por su vida, las autoridades han revelado algunos detalles sobre el adolescente que le disparó. Vivía con una tía en Villas de Alcalá, un barrio de clase baja ubicado en el occidente de Bogotá. Su madre falleció y su padre no se encuentra en el país. Tenía una personalidad “completamente conflictiva”, según los reportes de los profesionales que lo conocieron cuando participó de un programa social del Gobierno. Nadie duda de que no es el responsable principal del atentado. “Somos perfectamente conscientes de que este muchacho es apenas un ejecutor material”, manifestó la fiscal general, Luz Adriana Camargo. Los autores intelectuales se aprovecharon de sus necesidades económicas y luego lo dejaron a su suerte. El temor de las autoridades es que estos criminales intenten matarlo para evitar que revele información.

El historiador Petrit Baquero, experto en narcotráfico y economías criminales, señala que estas dinámicas tienen su origen en la Medellín de los años ochenta. “Los niños siempre participaron de las guerras en Colombia, pero el punto de partida de lo que conocemos como sicariato moderno, en un contexto urbano, es Pablo Escobar [el líder del Cartel de Medellín]. Él organizó las pandillas juveniles que existían en la ciudad como bandas de sicarios [asesinos a sueldo]”, explica por teléfono. Los adolescentes que hasta entonces cometían algunos robos y se enfrentaban con de otras bandas comenzaron a participar de grandes acciones criminales. “Las pandillas se convirtieron en oficinas especializadas del crimen”, subraya.

La pobreza en las comunas de Medellín y el auge de la cocaína fueron un cóctel explosivo. Los jóvenes, hasta entonces, veían pocas posibilidades de salir adelante y de ayudar a sus familias. “Escobar se aprovechó de sus ansias locas por tener algo, de ser alguien”, subraya Baquero. “Se involucraron en estas organizaciones para tener una moto, unas tenis, una neverita que regalarle a la mamá”, agrega. Las bandas, además, les daban un sentido de pertenencia y estatus: los adolescentes sentían poder al manejar armas y, en algunos casos, se percibían más atractivos ante los ojos de las mujeres.

Policías resguardan la clínica donde está hospitalizado Miguel Turbay, luego de su atentado, el 7 de junio.

El asesinato del ministro Rodrigo Lara en 1984 marcó un antes y un después. Fue el primer atentado de alto perfil del Cartel de Medellín y fue interpretado como una declaración de guerra contra el Estado. Los autores materiales fueron Iván Darío Guisado y Byron de Jesús Velásquez. Este último, conocido como Quesito, tenía apenas 18 años y era el conductor de la motocicleta desde la cual disparó su compañero. A diferencia de Guisado, sobrevivió al atentado y fue capturado. Quedó relegado a un lugar secundario en las crónicas periodísticas de aquel día: El Tiempo del 1 de mayo se limitaba a describirlo como “un cómplice” del sicario principal y como un joven que “ya tenía el cuerpo marcado con cicatrices”.

Baquero enfatiza que Quesito llegó a tener cierta importancia en el cartel de Medellín. Trabajó directamente para John Jairo Arias, alias Pinina, un criminal que empezó su carrera delictiva a los 12 años y que ascendió hasta convertirse en el jefe de sicarios de Escobar. Esto, dice el investigador, le dio estatus pese a su corta edad. “Era curtido, tuvo liderazgo en la cárcel”, subraya. El criminal salió de prisión en 1995 luego de estar recluido durante poco más de una década. Evitó a la prensa y mantuvo un perfil bajo. Ahora, según Baquero, es conductor de plataformas de transporte particular y hace algunos recorridos turísticos por Medellín.

Un caso diferente es el del sicario de 15 años que acribilló al político de izquierdas Bernardo Jaramillo en 1990. Para entonces, Escobar ya no era el único que contrataba adolescentes de los barrios empobrecidos de Medellín para matar a sus adversarios. Los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entrenaron a Andrés Arturo Gutiérrez, también de la capital antioqueña, para que soltara una ráfaga de balazos contra el candidato presidencial de la Unión Patriótica. Tras el crimen, cometido en el aeropuerto de Bogotá, el adolescente fue capturado y enviado a un centro de detención de menores.

La vida de Gutiérrez causó interés en la prensa de la época. Una crónica publicada por El Tiempo el 25 de marzo de 1990 cuenta que solo cursó hasta segundo de bachillerato y luego comenzó a trabajar. Fue vendedor de frutas, cuidador de carros y trabajador de una fábrica de tizas. “Todo lo que ganaba se lo entregaba a su mamá”, se lee en el texto. Aun así, el dinero no alcanzaba para pagar el arriendo y el mercado, y tuvieron que empeñar su bicicleta. Según su familia, un hombre se acercó al niño unas semanas antes del asesinato de Jaramillo y “lo cambió”. La madre aseguraba que, hasta entonces, el adolescente había sido un muchacho inocente. “Una mañana, hace apenas un mes largo, vio en un palo de guayaba en el patio a una tortolita y le disparó. Cuando la paloma se desplomó, se angustió y fue corriendo a recogerla. Cuando la halló muerta, se echó a llorar”, relata el artículo.

El adolescente estuvo un año en un centro de reclusión de menores en Bogotá, donde cursó el tercer año del bachillerato y recibió menciones de honor por su buen comportamiento. Salió en noviembre de 1991. Unas semanas después, en enero, apareció muerto junto a su padre en la cajuela de un carro abandonado en Medellín. Un sacerdote que lo conoció le contó a El Tiempo que el menor había vivido con miedo desde que recuperó su libertad. “El riesgo lo conocía y por eso estuvimos viendo la forma de que no estuviera en esa ciudad [Medellín], pero lamentablemente eso se nos quedó en un proyecto”, comentó.

Tres décadas después

Arlex López, líder social de la Comuna Nororiental de Medellín y coordinador de la Corporación Convivamos, afirma en una conversación telefónica que poco ha cambiado en las últimas tres décadas. Aunque hasta el pasado sábado no había habido más atentados de candidatos presidenciales, los niños sicarios siguieron participando de crímenes menos visibles. López cuenta que es habitual escuchar de cómo hacen parte de las extorsiones, secuestros y homicidios que ordenan sus bandas, herederas del Cartel de Medellín, los paramilitares, las milicias urbanas y un sinnúmero de actores criminales. “Los hijos y nietos de los delincuentes de los ochenta y noventa han continuado con el negocio”, explica.

Turistas recorren las calles del barrio Pablo Escobar en Medellín, en 2023.

El líder social señala que todavía persisten las inequidades sociales que dieron origen a los niños sicarios en los ochenta y noventa. Los adolescentes buscan, entonces, cómo ayudar a sus familias. “Mi mamá me lo dio todo, ¿por qué no le voy a dar todo yo también?”, reflexionan, así les cueste la vida. Se unen a las bandas, que se vuelven una nueva familia. Buscan impresionar a los líderes, a quienes veneran como modelos a seguir. Ven los sicariatos como una oportunidad para mostrar su valor y subir en la jerarquía. “¿Te imaginas que tenga éxito y se vuele [tras el atentado]? ¿Qué pensará su familia criminal?. ¡Wow! Lo irarán. Son pruebas irracionales, pero los chicos quieren superarlas y convertirse en una especie de Vito Corleone”, dice López. Si mueren, las bandas al menos les prometen que cuidarán a sus familias: “Si alguien se jugó la vida por la estructura, hay un reconocimiento”.

Los jefes criminales, en tanto, siguen eligiendo niños. López explica que “judicialmente los adolescentes tienen ventajas cuando cometen un delito”, en referencia a las penas reducidas en centros especializados. Comenta, además, que los líderes ven los sicariatos como una forma de que los jóvenes crezcan en el mundo criminal, dentro de las lógicas imperantes de probar su valentía y lealtad. “Para ellos, es darle la oportunidad a un menor que quiere mostrarse. El delincuente mayor se ve reflejado en el joven que quiere superarse en ese medio”, dice el líder social.

Max Yuri Gil, director del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, disiente de esta visión. Considera que las bajas penas judiciales son una consideración menor porque, en realidad, los líderes criminales no tienen interés en los jóvenes. Para él, la motivación principal es que los adolescentes son “mano de obra barata, fácilmente reemplazable”. “No les importa si los matan, desaparecen, o hieren. Los ven como vidas desechables, son el último eslabón”, subraya por teléfono. Enfatiza que todos los actores del conflicto incorporaron adolescentes como sicarios. “Los niños, además, aceptan las órdenes con mayor facilidad, así sean macabras. Los líderes los ponen a hacer las peores labores: aterrorizar, descuartizar y cortar cabezas”.

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Sobre la firma

Lucas Reynoso
Es periodista de EL PAÍS en la redacción de Bogotá.
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